CIUDAD: Dictamen de la Academia Médico Práctica de Barcelona

Gerard Jori

FICHA TÉCNICA


Academia Médico-Práctica de Barcelona (actuando como ponentes Pedro Güell, Ignacio Montaner y Josef Ignacio Sanponts)
Barcelona
1781

En el mes de mayo de 1780, la Junta de Sanidad de Barcelona solicitó a varios facultativos que esclarecieran las causas que podían estar originando un supuesto aumento de las apoplejías y muertes repentinas en la ciudad. El 31 de octubre de ese mismo año los médicos Rafael Steva, Pablo Balmas y Luis Prats, que por aquel entonces formaban parte del equipo consultor de la Junta, respondieron a la solicitud de la misma con un informe de doce folios que se encuentra conservado en el Archivo Histórico de la Ciudad de Barcelona (AHCB. 1L.I-14, f. 181 y ss.). Por su parte, la Academia Médico-Práctica de Barcelona, institución creada en 1770, redactó un documento mucho más extenso –cuarenta y cinco folios de apretada letra– que no tuvo concluido hasta el 11 de junio de 1781 (AHCB. 1L.I-14, f. 207 y ss.). Los académicos consideraron que el contenido del manuscrito podía ser de utilidad para mejorar las condiciones sanitarias de otras ciudades españolas, lo que les animó a reescribir el informe y darlo públicamente a conocer en 1784, fecha en la que la barcelonesa Imprenta de Carlos Gibert y Tutó lo publicó con el título de Dictamen de la Academia Médico-Práctica de la Ciudad de Barcelona dado al mui Ilustre Aiuntamiento de la misma, sobre la frequencia de las muertes repentinas y apoplegias que en ella acontecen (en adelante Dictamen).

El Dictamen publicado en 1784 en forma de libro presenta bastantes variaciones respecto al manuscrito de 1781, pero en ambos textos encontramos idénticas opiniones respecto a los asuntos tratados. Pese a no estar organizado en apartados, el informe posee una estructura clara que podemos dividir en tres partes. La primera, que comprende las páginas 1 a 6 del libro, constituye una interesante introducción en la que los académicos, valiéndose de sus averiguaciones sobre las causas de mortalidad prevalentes en Barcelona, concluyen que las muertes repentinas y apoplejías en modo alguno pueden ser consideradas como uno de los principales problemas sanitarios de la ciudad. Según los autores, entre mayo de 1780 y mayo de 1781 el número de personas afectadas por esta clase de dolencias fue de treinta y cuatro, de las cuales veintiocho perecieron y seis recobraron la salud. Los autores reconocen que un cierto número de casos podrían no haber sido registrados, por lo que elevan a cuarenta el número anual de muertes súbitas. Considerando, entonces, que la población de Barcelona era de aproximadamente cien mil habitantes, de los que anualmente fallecían unos dos mil, infieren que “el número de 40 apopléticos y repentinamente muertos en el espacio de un año no es tan considerable como se supone, y mucho menos desproporcionado con el aumento que ha tomado [el vecindario de la ciudad]”. Sentado este principio, pensamos que el resto del informe debe verse, no tanto como una respuesta a la solicitud concreta efectuada por la Junta de Sanidad, sino como un panorama general de las condiciones sanitarias de Barcelona en la segunda mitad del siglo XVIII.

En la segunda parte del informe, que abarca hasta la página 15 del libro publicado en 1784, se abordan sucintamente una serie de cuestiones de carácter general. En primer lugar, los académicos sostienen que sin un análisis de las condiciones epidemiológicas previas no es posible determinar de forma fehaciente si las muertes repentinas son ahora más frecuentes que en el pasado. Los autores afirman que “si en esta ciudad se formasen todos los años tablas necrológicas […] sería fácil a la Academia decidir si son ahora más frecuentes que antes las muertes subitáneas y apoplejías”. Apuntan, además, que en ciudades europeas de mayor tamaño que Barcelona se construyen anualmente este tipo de tablas, lo que permite calcular diversos indicadores que ofrecen una detallada panorámica de las condiciones urbanas de mortalidad y morbilidad. Asimismo, los académicos se ofrecen a elaborar las tablas necrológicas anuales de Barcelona, aunque señalan que para desempeñar tal función las autoridades deberían dictar las correspondientes medidas para obligar a instituciones como las parroquias o el Hospital de la Santa Cruz a suministrar los datos primarios.

Seguidamente, los académicos concretan algunas características de las muertes repentinas, que constituyen el tipo de dolencias sobre el que han sido interrogados por las autoridades sanitarias. Tal como se entendía en el siglo XVIII, una muerte repentina era, simplemente, “aquélla que mata repentinamente al hombre sin que él mismo ni otros puedan preverla a corto plazo”, definición que ofrecía una de las obras de anatomía patológica más importantes de la centuria. En Cataluña, la costumbre de designar con el vocablo feridura a cualquier muerte que sobreviniese súbitamente hacía que, comúnmente, se creyera que todas las muertes repentinas eran de la misma naturaleza, y que, por tanto, todas ellas compartían una misma etiología. Sin embargo, los autores del informe no dejan de advertir que existe una gran diversidad de muertes repentinas, y que éstas pueden ser originadas por causas muy diversas. Para los médicos de la Academia la autopsia del cadáver constituye el mejor modo de discernir los tipos de muertes repentinas y las causas que las ocasionan. Frente a la práctica de una medicina especulativa, que era la que comúnmente se enseñaba en las aulas universitarias, los académicos hacen gala desde las primeras páginas del Dictamen de profesar las corrientes científicas más vanguardistas de la época. Su insistencia en la verificación empírica de las causas de muerte, la utilidad de las estadísticas sanitarias y de mortalidad, la sistematización de las enfermedades o la conveniencia de efectuar disecciones hace aflorar un racionalismo y un pragmatismo que son típicos de la ciencia de la Ilustración.

La tercera y última parte del informe está consagrada al análisis de las distintas causas que determinan la incidencia de las muertes repentinas, así como de las medidas que podrían adoptarse para evitarlas. Los académicos estudian con rigor y minuciosidad cada una de las causas que, de acuerdo con sus observaciones efectuadas en el año precedente, explicarían el deterioro de las condiciones urbanas de mortalidad, estableciendo que “ya por si solas, ya reunidas y combinadas de diferentes modos, son el fecundo manantial de donde dimanan, no sólo las muertes repentinas, sino otras muchas y graves enfermedades y epidemias”. Aunque abordan un número muy elevado de causas, éstas pueden clasificarse en dos grupos estrechamente relacionados: las que se refieren a la pureza del aire y las que aluden a la calidad de los alimentos. La medicina del setecientos solía recurrir a estos dos aspectos para explicar la etiología de las enfermedades. Conviene recordar que la microbiología sólo se desarrolló a partir de la década de 1880, y aun así los descubrimientos en este campo tardaron en ser aceptados por toda la comunidad científica. En estas circunstancias, los factores ambientales en sentido amplio brindaron el marco explicativo general del origen y la evolución de las enfermedades.

Las causas asociadas a la pureza del aire atmosférico son, con mucho, las más numerosas y las que suscitan un mayor interés entre los académicos. Éstos comienzan calificando al aire que se respira en las ciudades como “denso, pesado, falto de elasticidad y lleno de partículas fétidas, corrompidas, acres, corrosivas y venenosas”, para, a continuación, apuntar algunos de los efectos que ocasiona dicha contaminación atmosférica en el organismo humano: “debilita, relaja y corroe las fibras, irrita los nervios, disminuye la transpiración, hace la respiración difícil y ansiosa, corrompe los alimentos, comunica por varios caminos a los humores sus malas calidades, y perturba las secreciones y excreciones”. Esta estricta relación de causalidad entre la mala calidad del aire y el debilitamiento del cuerpo se inscribe en el conjunto de teorías que trataron de establecer la correspondencia entre las condiciones ambientales y los problemas patológicos. Los académicos identificaron seis grandes focos de contaminación atmosférica en Barcelona: 1) el abigarrado tejido urbano; 2) la deficiente e insuficiente red de alcantarillas; 3) el insalubre sistema de letrinas y pozos ciegos; 4) las exhalaciones de los cementerios parroquiales; 5) las emisiones asociadas a determinadas actividades manufactureras; y 6) el hacinamiento en establecimientos como el Hospital de la Santa Cruz o las cárceles. Para cada uno de estos puntos los autores del informe realizaron una serie de propuestas de intervención en el medio físico y social de la ciudad que podemos resumir del siguiente modo:

  1. Mitigar los efectos perniciosos de la densificación del tejido urbano limitando la altura de las edificaciones, prohibiendo los saledizos, mejorando la ventilación de las casas e impidiendo la instalación de oficios contaminantes en las calles más angostas.
  2. Incrementar el caudal de agua que circula por las cloacas con el objetivo de facilitar su limpieza e impedir la putrefacción de las inmundicias que se depositan en ellas. Se proponen dos medios para aumentar dicho caudal: el vertido a las cloacas del agua recogida y canalizada en los tejados de los edificios, y el desvío de una parte del aforo del Rec Comtal hacia las alcantarillas maestras.
  3. Incrementar el número de pozos negros, mejorar su construcción y ubicar dichas instalaciones lo más lejos posible de las casas. Asimismo, se apunta la necesidad de instalar respiraderos en las letrinas y de prohibir el lanzamiento de basuras a través de sus conductos. También se señala la necesidad de limitar la limpieza de las fosas sépticas a las horas nocturnas y los meses fríos.
  4. Erradicar los cementerios del interior de la ciudad y ampliar el camposanto extramuros fundado en 1775 –el actual Cementerio del Poble Nou– para convertirlo en el cementerio general de Barcelona.
  5. Desplazar fuera del recinto urbano todos los oficios contaminantes (veterinarios, curtidores, latoneros, plateros, boticarios, etc.).
  6. Asegurar una renovación continua del aire en el interior de los edificios públicos, para lo que se recomienda la instalación del ventilador inventado por Samuel Sutton, oficial de la Royal Navy.

Las últimas páginas del Dictamen están consagradas a los problemas sanitarios ocasionados por el consumo de alimentos en mal estado. Los académicos limitan sus comentarios a dos productos básicos de la dieta de la época: el pan y el vino. Respecto al primero llegan a establecer que “el pan, el alimento más esencial para el hombre, es después del aire la causa más común de enfermedades epidémicas siempre que es de mala calidad, ya sea por estar mal trabajado o amasado con agua mala, ya por ser hecho de arena averiada, o ya por ser de trigo demasiado nuevo o sobrado añejo, o humedecido o recalentado, o lleno de gorgojo o mezclado con cizaña”. Los autores del informe recomiendan a las autoridades municipales precaver la adulteración del pan prohibiendo la entrada de harinas a la ciudad y sometiendo a un escrupuloso análisis todo el trigo de molienda. El comercio de vino también era objeto de varios abusos perniciosos para la salud pública. De todos los aditivos que se empleaban para falsificar la calidad del vino, los académicos hacen especial hincapié en el parrell o yeso en polvo que se esparcía sobre la uva antes de ser pisada o que se arrojaba directamente al caldo con la finalidad de aumentar su coloración. Los autores del Dictamen juzgan que esta práctica, muy difundida en Cataluña, resulta sumamente perniciosa para la salud, pues entre otras dolencias causa indigestiones y obstrucciones capilares y venosas. Es por ello que recomiendan a las autoridades erradicarla dictando las correspondientes medidas de policía.

FUENTES

BIBLIOGRAFÍA

 

COMO CITAR ESTE DOCUMENTO:

JORI, GERARD. Dictamen de la Academia Médico Práctica de Barcelona. Atlas Digital de los Espacios de Control, nº 11, 2017.